La pubertad y la adolescencia son
etapas particulares en las cuales se viven desafíos y experiencias intensas. Es un tiempo de transición y de
alternancia entre lo que fue y lo que será. En su tránsito se atraviesan
“los avatares de los cambios corporales, de la reorganización edípica, de los
procesos de separación- individuación, de restructuración identitaria…”[1], por ello se presenta como
un momento de crisis vital y de posible vulnerabilidad.
En la clínica con adolescentes observamos entre los pacientes fenómenos de diversa complejidad: conductas de riesgo;
consumo excesivo de alcohol y sustancias; la necesidad de realizarse marcas, tatuajes,
perforaciones en diferentes lugares del cuerpo; trastornos alimentarios; cortes en la piel
hasta provocar el sangrado. Estos
son algunos de los sucesos que motivan la consulta por parte de la familia o la
derivación de la escuela y que producen incertidumbre y preocupación, sobre todo cuando se tornan conductas compulsivas y de autoagresión.
Algunos jóvenes también solicitan por ellos mismos un espacio que los ayude a
comprender por qué se ven impelidos a realizar esas acciones y buscan aliviar su padecimiento.
¿Qué nos insinúan sus acciones? Pueden tratarse de conductas
pasajeras, propias de la crisis vital que se atraviesa, de los desprendimientos
y perdidas que se duelan y del encuentro con lo novedoso, plagado de ansiedades
e inquietudes. Pero en aquellos casos donde estas conductas se intensifican o
no son aisladas, sino que se vuelven reiteradas e insistentes, pueden dar cuenta de una mayor vulnerabilidad o de
carencias en el modo de procesamiento psíquico. Es decir, en el modo de usar
los recursos psíquicos y simbólicos frente a las tensiones vividas.
En general estos casos se dan en
contextos de cierta disfuncionalidad en los vínculos entre padres e hijos.
Observamos estilos de relación que se caracterizan por dos modalidades que
parecen opuestas. Por un lado, modos de relación invasivas, sin respeto por la
intimidad, la autonomía o la individuación de los adolescentes (proceso que debería
acompañar el crecimiento desde muy temprano); y, por otro lado, pueden rastrearse vínculos con pautas de
abandono y ausencia pero que cobran también un carácter excesivo para el
desarrollo. Es decir, tanto por intrusión como por abandono, estas modalidades
se traducen como excesivas para las posibilidades de procesamiento psíquico y
simbólico. Las
carencias resultantes
se remontan en su origen a la relación primaria de la función materna, función de soporte ligada a la
dependencia del recién nacido hacia un otro que le aporte alivio y satisfacción
ante las necesidades vitales. Cuando dicha función es reiteradamente fallida genera
cierto desamparo en el psiquismo,
acotando su repertorio de posible elaboración y tramitación a la hora de ser
requeridos. El vínculo primario es la base sobre la que se edifica la
estructuración del psiquismo, bagaje con el cual se
cuenta para atravesar el Edipo, por lo que resulta crucial para el desarrollo y
posicionamiento subjetivo.
Una paciente de 16 años admite que vomita por la
sensación de culpa luego de haber “comido demás”, demuestra sentir rechazo por
su imagen corporal que percibe con cierta distorsión ya que, a pesar de haber
sido “rellenita”, no tiene sobrepeso. Como si ella fuera algo que se “llena” demás, culposa y compulsivamente, se “vacía”. Relata con dificultad reacciones que
desconoce como propias, que vive
como extrañas y hasta contradictorias: “ataques de nervios”, furias que
la desbordan y que describe como “algo raro”, ya que no logra asociarlas con
motivos que puedan generarlas. Escribe de modo irreversible a través de un
tatuaje una frase que la alienta a ser fuerte. Recurre a cortes superficiales en la
piel para calmarse, los oculta y los vive como acciones impulsivas en momentos
de crisis.
Estas manifestaciones de emergencia corporal son
una recurrencia en cuanto a posibles fallas en la constitución narcisista
durante el vínculo primario, que es facilitador de la función de sostén, contención,
barrera antiestímulo, adecuada
discriminación adentro/afuera del cuerpo, etc. Los cortes cuestionan esa
diferenciación. ¿Qué hay dentro? ¿Cortarse para “dejar salir eso raro” o para experimentar
esa discriminación sin metáforas? Por otro lado, ambos mecanismos (los cortes y
el vómito), que no puedan considerarse síntomas propiamente dichos, aportan
alivio ante una angustia masiva. Por esa misma característica de ser angustia
automática y difusa (a diferencia de la señal
de angustia) remiten a una instancia primitiva por la forma de derivar los
impulsos, que apela a la descarga directa en el cuerpo sin tener posibilitada
una adecuada tramitación mental y simbólica para la tensión en juego.
Dichas acciones, y las señaladas en varios
casos con pacientes en la clínica actual, parecen ser formas de experimentar la individuación
y separación fallidas, modos de reconocer los límites y de apropiarse del cuerpo, de hacerse
presentes y sentir su existencia, de hacer gráfico y visible el sufrimiento
interno.
En este sentido pensamos a estos
pacientes, cuando los cuadros
permanecen en una modalidad psíquica deficitaria, más cerca de los
“trastornos narcisistas” que de las neurosis clásicas.
Decía que ambos mecanismos
aportan alivio pero no satisfacción sustitutiva (por ello no son síntomas
propiamente dichos en el sentido neurótico). Están más cerca de un procedimiento auto-calmante que de una solución de compromiso. El autor Claude
Smadja plantea la doble función de los procedimientos auto-calmantes/
auto-excitantes del Yo. En este sentido,
el cortarse serviría también como visualización, como estímulo o excitación
desde un masoquismo erógeno que hace sentir, reforzar, percibir adentro y
afuera.
Estos mecanismos muestran que
algo intenta ligarse o procesarse en lo pulsional, entre lo anímico y lo
somático, en el límite, un malestar anímico que alivia su tensión en descarga
somática.
“El término auto-calmante indica
que el Yo es a la vez sujeto y objeto de estas técnicas que tienden a hacer
volver la calma (…) apelan a la
motricidad y a la percepción. La utilización de estas medidas se hace siempre
en un clima de urgencia, y están sometidas momentáneamente a una compulsión de
repetición…”[2].
Esta descripción se ajusta casi perfectamente a lo que relata mi paciente. En
un momento bisagra de su desarrollo, esta adolescente padece en la lucha por su
intento de elaborar y trascender carencias primitivas para abrirse paso en el
camino de su subjetivación.
Cuando se presentan este tipo de
situaciones, más que prohibirlas o suprimirlas, habrá que abordarlas,
escucharlas e interrogarlas y poder construir con el paciente un espacio de
confianza para producir
el texto ausente con las palabras que permitan entender lo que se transita y
enriquecer su caudal simbólico.
Lic. Nora Spatola